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Mostrando entradas de 2011

Haciendo el indio: la falsa carta del Gran Jefe Seattle

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Hay varias cosas impepinables en el mundo de la decoración y interiorismo: posters de Kerrang en los antros heavys, carteles de cine añejo en los garitos de Malasaña, y murales con la "Carta del Jefe Seattle" en los herbolarios, centros esotéricos y otros establecimientos más o menos místicos. Este último producto infernal se vende a patadas en el Rastro, y el modelo es siempre el mismo: cara de indio dibujada contra un atardecer fosforito, acompañado de alguna frase del tipo “Sólo cuando se haya cortado el último árbol, contaminado el último río, pescado el último pez, sólo entonces verás que el dinero no se puede comer”. Ya saben: viejos pieles roja de gesto estreñido que miran al horizonte, perdidos en dios sabe qué grandezas espirituales, y tocados con la ineludible corona de plumas. No hay nada más falso ni más edulcorado que un indio reinventado por el neo-ecologismo del siglo XX. Este poster haría vomitar en bloque a tribus enteras de atakapas, choulas, lakotas

La Galerna

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La Galerna. Óleo. 133 x 158 cm. Museo de Bellas Artes. Bilbao. Obra de Aurelio Arteta  Éste es el cuadro. Me topé con él mientras paseaba distraída por los pasillos del Museo de Bellas Artes de Bilbao. El lienzo, que ocupa casi una pared entera, se llama “La Galerna” ( The Wind Storm para los guiris) y fue pintado en 1913 por un artista vasco poco conocido llamado Aurelio Arteta. Supongo que la gente de la meseta no estará familiarizada con el término “galerna”, pero por aquí arriba lo conocemos bien, incluso demasiado bien : se trata de un temporal súbito y cabrón, con fuertes ráfagas de viento oeste-noroeste, que suele azotar el Mar Cantábrico y sus costas. Un ejemplo ilustrativo para abrir boca: en la célebre galerna del Sábado de Gloria (1878) perdieron la vida 132 cántabros y 190 vascos del tirón. Son muy bestias las galernas: desde las ventanas de mi casa de Algorta a veces se las puede ver, rodando por la superficie del mar como siniestras naves nodrizas preñ

Sangre y sacrificio: la verdadera historia de "La Sirenita" (Parte II)

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El lujo y el esplendor del salón de baile eran tales que jamás se habían visto en la tierra. Las paredes y el techo eran de cristal grueso y transparente. Centenares de gigantescas conchas se alineaban junto a las paredes y desprendían llamas azules que iluminaban el interior del salón y todo el mar. Innumerables peces de todos los tamaños se acercaban a las paredes de cristal: unos eran púrpuras, otros plateados, otros dorados. En medio del salón danzaban con grácil ligereza sirenas y tritones al melodioso son del canto de las princesitas: voces tan bellas jamás se habían oído entre los mortales. Y la voz de la más pequeña era la más hermosa bajo las aguas y sobre la faz de la tierra. Sin embargo, ella solo podía pensar en aquel a quien amaba más que a su padre y a su madre, aquel que navegaba sobre el palacio de cristal en un magnífico barco y que no sospechaba siquiera de la existencia de las sirenas. En un arrebato, la sirenita abandonó el baile y fue a buscar a la Bruja

Sangre y sacrificio: la verdadera historia de "La Sirenita" (Parte I)

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[Este texto no es mío, como es natural, sino de un tipo bastante raro llamado Hans Christian Andersen (1805-1875), danés de nacimiento y aficionado a traumatizar a generaciones de niños con cuentos tristes que acaban mal, o por lo menos no del todo bien. Nunca suenan campanas de boda en las historias de Andersen, el príncipe nunca besa a la heroína, y quien esté esperando a que termine la historia para aplaudir y lanzar confeti, ya puede ir preparándose para escuchar un cuento de los de antes. Despedíos de aquella simpática Ariel de ondulante cabellera pelirroja y del príncipe Eric. Decid adiós con la manita al cangrejo Sebastián y relegad al olvido al estúpido de Flounder. Eerase una vez.....] Mar adentro, las aguas son tan azules como las flores del aciano y tan transparentes como el claro cristal; pero el mar es allí muy profundo, tan profundo que las anclas de los barcos no han podido alcanzar jamás el fondo marino. Pues bien, allá abajo vive el pueblo del mar. Pero no pens